lunes, 18 de agosto de 2008

EL ARTE COMO LENGUAJE

Por: YURI M. LOTMAN
Danzante de Tijera- Leonarda Ayarza

El arte es uno de los medios de comunicación. Evidentemente, realiza una conexión entre el emisor y el receptor (el hecho de que en determinados casos ambos puedan coincidir en una misma persona no cambia nada, del mismo modo que un hombre que habla solo une en sí al locutor y al auditor. ¿Nos autoriza esto a definir el arte como un lenguaje organizado de un modo particular?

Todo sistema que sirve a los fines de comunicación entre dos o numerosos individuos puede definirse como lenguaje (como ya hemos señalado, en el caso de la autocomunicación se sobreentiende que un individuo se presenta como dos). La frecuente indicación de que el lenguaje presupone una comunicación en una sociedad humana no es, en rigor, obligatoria, puesto que, por un lado, la comunicación lingüística entre el hombre y la máquina y la de las máquinas entre sí no es en la actualidad un problema teórico, sino una realidad técnica. Por otro lado, la existencia de determinadas comunicaciones lingüísticas en el mundo animal está fuera de dudas. Por el contrario, los sistemas de comunicación en el interior del individuo (por ejemplo, los mecanismos de regulación bioquímica o de señales transmitidas por la red de nervios del organismo) no representan lenguajes.

En este sentido, podemos hablar de lenguas no sólo al referirnos al ruso, al francés, al hindi o a otros, no sólo a los sistemas artificialmente creados por diversas ciencias, sistemas creados para la descripción de determinados grupos de fenómenos (los denominan lenguajes “artificiales” o metalenguajes de las ciencias dadas), sino también al referirnos a las costumbres, rituales, comercio, ideas religiosas. En este mismo sentido, puede hablarse del “lenguaje” del teatro, del cine, de la pintura, de la música, del arte en general como de un lenguaje organizado de modo particular.

Sin embargo, al definir el arte como lenguaje, expresamos con ello unos juicios determinados acerca de su organización. Todo lenguaje utiliza unos signos que constituyen su “vocabulario” (a veces se le denomina “alfabeto”; para una teoría general de los sistemas de signos estos conceptos son equivalentes), todo lenguaje posee unas reglas determinadas de combinación de estos signos, todo lenguaje representa una estructura determinada, y esta estructura posee su propia jerarquización.

Este planteamiento del problema permite abordar el arte desde dos puntos de vista diferentes:

Primero, destacar en el arte aquello que lo emparenta con otro lenguaje e intentar describir estos aspectos en los términos generales de la teoría de los sistemas de signos.

Segundo, y basándose en la primera descripción, destacar en el arte aquello que le es propio como lenguaje particular y le distingue de otros sistemas de este tipo.

Puesto que en adelante utilizaremos el concepto de “lenguaje” en ese significado específico que se le da en los trabajos de semiología y que difiere sustan-cialmente del empleo habitual, definiremos el contenido de este término. Entenderemos por lenguaje cualquier sistema de comunicación que emplea signos ordenados de un modo particular. Vistos de esta manera los lenguajes se distinguirán:

Primero, de los sistemas que no sirven como medios de comunicación;

Segundo, de los sistemas que sirven como medios de comunicación, pero que no utilizan signos;

Tercero, de los sistemas que sirven como medios de comunicación, pero que no emplean en absoluto o casi no emplean signos ordenados.

La primera oposición permite separar los lenguajes de aquellas formas de la actividad humana que no están relacionadas de un modo directo y por su finalidad con el almacenamiento y transmisión de información. La segunda permite introducir la siguiente distinción: la comunicación semiológica tiene lugar principalmente entre individuos; la no semiológica, entre sistemas en el interior del organismo. Sin embargo, sería, al parecer, más correcto interpretar esta oposición como antítesis de las comunicaciones al nivel del primero y del segundo sistemas de señales, dado que, por un lado, son posibles relaciones extrasemiológicas entre organismos (particularmente considerables en los animales inferiores, pero se conservan en el hombre en forma de los fenómenos que estudia la telepatía), y por otro, es posible la comunicación semiológica en el interior del organismo. Nos referimos no sólo a la autoorganización por parte del hombre de su mente mediante determinados sistemas semiológicos, sino también a aquellos casos en que los signos irrumpen en la esfera de la señalización primaria (el hombre que “conjura” con palabras un dolor de muelas; que actúa sobre sí mismo con palabras para soportar un sufrimiento o una tortura física).

Si aceptamos con estas restricciones la tesis de que el lenguaje es una forma de comunicación entre dos individuos, deberemos hacer algunas precisiones. Será más cómodo sustituir el concepto de “individuo” por los de “transmisor del mensaje” (remitente) y “receptor del mensaje” (destinatario). Esto nos permitirá introducir en el esquema aquellos casos en que el lenguaje no une a dos individuos, sino a dos mecanismos transmisores (receptores), por ejemplo, un aparato telegráfico y el dispositivo de grabación automática conectado a aquél.

Pero hay algo más importante: no son raros los casos en que un mismo individuo se presenta como remitente y como destinatario de un mensaje (notas “para no olvidar”, diarios, agendas). En este caso la información no se transmite en el espacio, sino en el tiempo, y sirve como medio de autoorganización de la persona. Podría considerarse este caso como un detalle poco importante dentro de la masa general de comunicaciones sociales, de no ser por una objeción: se puede considerar como individuo a una sola persona, en tal caso, el esquema de mensaje A ® B (del remitente al destinatario) prevalecerá evidentemente sobre el esquema A ® A (el propio remitente es destinatario, pero en otra unidad de tiempo). Sin embargo, basta con sustituir A por el concepto, por ejemplo, de “cultura nacional” para que el esquema de comunicación A ® A adquiera por lo menos el valor equivalente de A ® B (en una serie de tipos culturales será dominante ). Pero demos el siguiente paso: sustituyamos A por la humanidad en su totalidad. En este caso la auto-comunicación se convertirá (al menos dentro de los límites de la experiencia histó-rica real) en el único esquema de comunicación.

La tercera oposición separará los lenguajes de aquellos sistemas intermedios de los que se ocupa esencialmente la paralingüística (mímica, gestos, etc.).

Si entendemos por lenguaje lo indicado anteriormente, este concepto incluirá:

a) las lenguas naturales (por ejemplo, el ruso, el francés, el estonio, el checo);

b) los lenguajes artificiales: los lenguajes de la ciencia (metalenguajes de las descripciones científicas), los lenguajes de las señales convencionales (por ejemplo, de las señales de carretera), etc.

c) los lenguajes secundarios de la comunicación (sistemas de modelización secundaria), es decir, estructuras de comunicación que se superponen sobre el nivel lingüístico natural (mito, religión). El arte es un sistema de modelización secundario. No se debe entender “secundario con respecto a la lengua” únicamente, sino “que se sirve de la lengua natural como material”. Si el término tuviese este contenido sería ilegítima la inclusión en él de las artes no verbales (pintura, música y otras). Sin embargo, la relación es aquí más compleja: la lengua natural es no sólo uno de los más antiguos, sino también el más poderoso sistema de comunicaciones en la colectividad humana. Por su propia estructura influye vigorosamente en la mente de los hombres y en muchos aspectos de la vida social. Los sistemas modelizadores secundarios (al igual que todos los sistemas semiológicos) se construyen a modo de lengua. Esto no significa que reproduzcan todos los aspectos de las lenguas naturales. Así, por ejemplo, la música difiere radicalmente de las lenguas naturales por la ausencia de conexiones semánticas obligatorias, aunque en la actualidad sea evidente la total regularidad de la descripción de un texto musical como una cierta estructura sintagmática (trabajos de M. M. Langleben y B. M. Gasparov). La puesta de manifiesto de las relaciones sintagmáticas y paradigmáticas en la pintura (trabajos L. F. Zheguin, B. A. Uspenski), en el cine (artículos de S. Eisenstein, Yu. N. Tinianov, B. M. Eiejnbaum, Ch. Metz) permite ver en estas artes objetos semiológicos: sistemas construidos a modo de lenguas. Puesto que la conciencia del hombre es una conciencia lingüística, todos los tipos de modelos superpuestos sobre la conciencia, incluido el arte, pueden definirse como sistemas modelizadores secundarios.

Así, el arte puede describirse como un lenguaje secundario, y la obra de arte como un texto en este lenguaje.

Ahora nos limitaremos a traer una citas que destacan el carácter indivisible de la idea poética respecto a la estructura peculiar del texto que le corresponde, respecto al lenguaje peculiar del arte. He aquí una anotación de A. Blok (julio de 1917): “Es falso que las ideas se repitan. Toda idea es nueva, puesto que lo nuevo la rodea y le da forma. Para que, resucitado, no pueda levantarse. Que no pueda levantarse del ataúd. (Lermontov, lo he recordado ahora) son ideas totalmente distintas. Lo común en ellas es el ‘contenido’, lo cual prueba una vez más que un contenido informe no existe por sí mismo, no posee peso propio”.

Al examinar la estructura de las naturalezas semiológicas, se puede hacer la siguiente observación: la complejidad de la estructura es directamente proporcional a la complejidad de la información transmitida. La complicación del carácter de la información conduce inevitablemente a una complicación del sistema semiológico empleado para su transmisión. Además, en un sistema semiológico correctamente construido (es decir, que alcance el objetivo para el cual ha sido creado) no puede haber una complejidad superflua, injustificada.

Si existen dos sistemas, A y B, y ambos transmiten íntegramente un cierto volumen único de información efectuando un gasto idéntico para superar el ruido en el canal de conexión, pero el sistema A es considerablemente más sencillo que el sistema B, no cabe la menor duda de que este último será desechado y olvidado.

El discurso poético representa una estructura de gran complejidad. Aparece como considerablemente más complicado respecto a la lengua natural. Y si el volumen de información contenido en el discurso poético (en verso o en prosa, en este caso no tiene importancia) y en el discurso usual fuese idéntico, el discurso poético perdería el derecho a existir y, sin lugar a dudas, desaparecería. Pero la cuestión se plantea de un modo muy diferente: la complicada estructura artística, creada con los materiales de la lengua, permite transmitir un volumen de información completamente inaccesible para su transmisión mediante una estructura elemental propiamente lingüística. De aquí se infiere que una información dada (un contenido) no puede existir ni transmitirse al margen de una estructura dada. Si repetimos una poesía en términos del habla habitual, destruiremos su estructura y, por consiguiente, no llevaremos al receptor todo el volumen de información que contenía. Así, pues, el método de estudio por separado del “contenido” y de las “particularidades artísticas” tan arraigado en la práctica escolar, se basa en una incomprensión de los fundamentos del arte, y es perjudicial, al inculcar al lector popular una idea falsa de la literatura como un procedimiento de exponer de un modo prolijo y embellecido lo mismo que se puede expresar de una manera sencilla y breve. Si se pudiera resumir en dos páginas el contenido de Guerra y Paz o de Eugenio Oneguin, la conclusión lógica sería: no hay que leer obras largas, sino breves manuales. A esta conclusión empujan no los maestros malos a sus alumnos indolentes, sino todo el sistema de enseñanza escolar de la literatura, sistema que, a su vez, no hace sino reflejar de un modo simplificado y, por tanto, más neto, las tendencias que se hacen sentir en la ciencia de la literatura.

El pensamiento del escritor se realiza en una estructura artística determinada de la cual es inseparable. Decía L. N. Tolstoi acerca de la idea fundamental de Ana Karenina: “Si quisiera expresar en palabras todo lo que he querido decir con la novela, tendría que escribir desde un principio la novela que he escrito. Y si los críticos ya lo entienden y pueden expresar todo lo que he querido decir, les felicito [...] Y si los críticos miopes creen que yo pretendía describir únicamente lo que me gusta: de qué modo come Oblonski y cómo son los hombros de Karenina, se equivocan. En todo, en casi todo lo que yo he escrito, me ha guiado la necesidad de recoger las ideas encadenadas entre sí para expresarme; pero todo pensamiento expresado en palabras de un modo particular pierde su sentido, se degrada terriblemente si se lo toma aislado, fuera de la concatenación en que se encuentra”. Tolstoi expresó de una manera extraordinariamente gráfica la idea de que el pensamiento artístico se realiza a través de la “concatenación” –la estructura– y no existe sin ésta, que la idea del artista se realiza en su modelo de la realidad. Continúa Tolstoi: “... hacen falta personas que demuestren lo absurdo que es buscar ideas aisladas en una obra de arte y dirijan constantemente a los lectores en el infinito laberinto de concatenaciones que constituyen la esencia del arte y en las leyes que forman la base de estas concatenaciones”.

La definición “la forma corresponde al contenido”, justa en el sentido filosófico, no refleja, sin embargo, de un modo suficiente la relación entre estructura e idea. Ya Yu. N. Tinianov señaló la incomodidad que (en su aplicación al arte) suponía su carácter metafórico: “Forma + contenido = vaso + vino”. Pero todas las analogías espaciales que se aplican al concepto de forma son importantes únicamente porque se fingen analogías: en realidad, en el concepto de forma se desliza invariablemente un rasgo estático estrechamente relacionado con la espacialidad. Para tener una noción más gráfica de la relación entre idea y estructura lo más cómodo es imaginarse los vínculos existentes entre la vida y el complejo mecanismo biológico del tejido vivo. La vida, que constituye la propiedad más importante del organismo vivo, es inconcebible al margen de su estructura física, es una función de este sistema operante. El investigador de la literatura, que espera captar la idea desgajada del sistema modelizador del mundo del autor, de la estructura de la obra, recuerda al sabio idealista que se esfuerza por separar la vida de la estructura biológica concreta de la cual es función. La idea no está contenida en unas citas, incluso bien elegidas, sino que se expresa en toda la estructura artística. El investigador que ignora esto y que busca la idea en unas citas aisladas recuerda al hombre que, al enterarse que la casa obedece a un plano, empezará a derribar los muros para encontrar el lugar donde está escondido. El plano no está oculto en la pared, sino realizado en las proporciones del edificio. El plano es la idea del arquitecto; la estructura del edificio, su realización. El contenido conceptual de la obra es su estructura. La idea en el arte es siempre un modelo, pues recrea una imagen de la realidad. Por consiguiente, la idea es inconcebible al margen de la estructura artística. El dualismo de forma y contenido debe sustituirse por el concepto de la idea que se realiza en una estructura adecuada y que no existe al margen de esta estructura.

Una estructura modificada llevará al lector o al espectador una idea distinta. De aquí se deduce que un poema carece de “elementos formales” en el sentido que se confiere habitualmente a este concepto. Un texto artístico es un significado de compleja estructura. Todos sus elementos son elementos del significado.

El arte entre otros sistemas semiológicos

El estudio del arte partiendo de las categorías de un sistema de comunicación permite plantear, y en parte resolver, una serie de problemas que habían quedado fuera del campo visual de la estética tradicional y de la teoría de la literatura.

La moderna teoría de los sistemas de signos posee una concepción suficientemente elaborada de la comunicación que permite esbozar los rasgos generales de la comunicación artística.

Todo acto de comunicación incluye un remitente y un destinatario de la información. Pero hay más: el hecho que todos conocemos, de incomprensión, prueba que no todo mensaje llega a entenderse. Para que el destinatario comprenda al remitente del mensaje es precisa la existencia de un intermediario común: el lenguaje. Si tomamos la suma de todos los posibles mensajes en una lengua, observaremos fácilmente que algunos elementos de estos mensajes se presentarán, en unas u otras relaciones, como recíprocamente equivalentes (así, por ejemplo, entre las variantes de un fonema, en un sentido; entre fonema y grafema, en otro, surgirá una relación de equivalencia). Es fácil observar que las diferencias aparecerán debido a la naturaleza de la materialización de un signo dado o de su elemento, mientras que las semejanzas surgirán como resultado de una posición similar en el sistema. Lo que de común tengan diferentes variantes recíprocamente equivalentes aparecerá como su invariante. De este modo, obtendremos dos aspectos distintos del sistema de comunicación: un flujo de mensajes aislados encarnados en una determinada sustancia material (gráfica, sonora, electromagnética en una conversación telefónica, en las señales telegráficas, etcétera) y un sistema abstracto de relaciones invariantes. Corresponde a F. de Saussure la distinción de estos principios y la definición del primero como “habla” (parole) y “lengua” (langue). Es evidente que, puesto que las unidades lingüísticas se presentan como portadoras de determinados significados, el proceso de comprensión consiste en que un mensaje verbal determinado se identifica en la conciencia del receptor con su invariante lingüística. Algunos rasgos del texto verbal (aquellos que coinciden con los rasgos invariantes en el sistema de la lengua) se destacan como significativos, mientras que otros los descarta la conciencia del receptor como no esenciales. De este modo, la lengua se presenta como un código mediante el cual el receptor descifra el significado del mensaje que le interesa. En este sentido y admitiendo un cierto grado de inexactitud, se puede identificar la división del sistema en “habla” y “lengua”, en la lingüística estructural, con “mensaje” y “código”, en la teoría de la información. Sin embargo, si concebimos la lengua como un sistema definido de elementos invariantes y de reglas de su combinación aparecerá ante nosotros como justa la tesis presentada por R. Jakobson y otros investigadores de que en el proceso de transmisión de la información se emplean de hecho no uno, sino dos códigos: uno que codifica y otro que decodifica el mensaje. Este sentido tiene la distinción entre las reglas del que habla y las reglas del que escucha. La diferencia entre unas y otras se hizo evidente en cuanto surgió el problema de la generación artificial (síntesis) y decodificación (análisis) del texto de una lengua natural mediante ordenadores.

Todos estos problemas están directamente relacionados con la definición del arte como sistema de comunicación.

La primera consecuencia de que el arte es uno de los medios de comunicación de masas es la afirmación: para poder entender la información transmitida por los medios del arte es preciso dominar su lenguaje. Procedamos a otra digresión necesaria. Imaginémonos un cierto lenguaje. Por ejemplo, el lenguaje de los símbolos químicos. Si hacemos una lista de todos los signos gráficos empleados, comprobaremos fácilmente que se dividen en dos grupos: uno –las letras del alfabeto latino– designa los elementos químicos; el otro (signos de igualdad, de adición, coeficientes en cifras) señalará los procedimientos de su combinación. Si anotamos todos los símbolos-letras obtendremos un conjunto de nombres del lenguaje químico que en su totalidad designarán la suma de elementos químicos conocidos hasta el momento.

Supongamos ahora que segmentamos todo el espacio designado en determinados grupos. Por ejemplo, describimos todo el conjunto del contenido mediante un lenguaje que posea únicamente dos nombres: metales y metaloides, o introduciremos otros sistemas de anotación hasta que lleguemos a la segmentación en elementos y su designación mediante letras aisladas. Es evidente que cada uno de los sistemas de anotación reflejará una determinada concepción científica de clasificación de lo que se designa. De este modo, todo sistema de lenguaje químico es, al mismo tiempo, un modelo de una determinada realidad química. Hemos llegado a una conclusión esencial: todo lenguaje es un sistema no sólo de comunicación, sino también de modelización, o más exactamente, ambas funciones se hallan indisolublemente ligadas.

Esto es asimismo válido para las lenguas naturales. Si en el ruso antiguo (siglo xii) “cest’” [honor] y “slava” [gloria] eran antónimos, y en el moderno, sinónimos; si en ruso antiguo “sinij” [azul] era a veces sinónimo de “cornyj” [negro], a veces de “bagrovo-krasnij” [azul púrpura], “seryj” [gris] significa nuestro “goluboj” [azul claro] (en el sentido del color de los ojos), mientras que “goluboj” equivale a nuestro “seryj” (para referirse al pelaje de los animales o al plumaje de los pájaros); si en los textos del siglo xii el cielo nunca se llama azul o celeste, mientras que el fondo dorado de los iconos expresaba, al parecer, el color del cielo de un modo verosímil para los espectadores de aquella época; si en el antiguo eslavo “el que tiene los ojos azules, no será que le gusta el vino, que vigila donde hay banquetes” debe traducirse por “¿Quién tiene los ojos purpúreos (inyectados de sangre) sino el borracho, el que busca donde hay banquetes?”, es evidente que nos hallamos ante modelos distintos de espacio ético y de colores.

Pero, al mismo tiempo, es evidente que no sólo los “signos-nombres”, sino también los “signos-cópulas” desempeñan un papel modelizador; reproducen la concepción de relaciones en el objeto designado.

Por consiguiente, todo sistema de comunicación puede desempeñar una función modelizadora y, a la inversa, todo sistema modelizador puede desempeñar un papel comunicativo. Desde luego, una u otra función puede expresarse de un modo más intenso o casi no percibirse en un determinado uso social. Pero potencialmente ambas funciones están presentes.

Esta circunstancia es extremadamente importante para el arte.

Si la obra de arte me comunica algo, si sirve a los fines de comunicación entre el remitente y el destinatario, en tal caso se puede destacar en ella:

1) la comunicación, lo que se me transmite;

2) el lenguaje, un determinado sistema abstracto, común para el transmisor y el receptor, que hace posible el acto mismo de la comunicación. Aunque, como veremos más adelante, la consideración aislada de cada uno de los aspectos indicados sea posible únicamente como abstracción científica, la oposición de estas dos facetas en la obra de arte se revela como imprescindible en una fase determinada de la investigación.

El lenguaje de la obra es algo dado que existe antes de que se cree un texto concreto y que es idéntico para ambos polos de la comunicación (más adelante introduciremos ciertos correctivos en esta tesis). El mensaje es la información que surge en un texto dado. Si tomamos un grupo grande de textos funcionalmente homogéneos y los examinamos como variantes de un cierto texto invariante, eliminando todo lo que en ellos se presenta como “no sistémico” bajo este aspecto, obtendremos una descripción estructural del lenguaje de este grupo de textos. Así, por ejemplo, está construida la clásica Morfología del cuento, de V. Ya. Propp, la cual ofrece un modelo de este género folclórico. Podemos estudiar todos los ballets posibles como un solo texto (del mismo modo que consideramos todas las ejecuciones de un ballet dado como variantes de un texto) y, tras describirlo, obtenemos el lenguaje del ballet, etc.

El arte es inseparable de la búsqueda de la verdad. No obstante, es preciso destacar que la “verdad del lenguaje” y la “verdad del mensaje” son conceptos esencialmente distintos. Para captar esta diferencia, imaginémonos, por un lado, enunciados acerca del carácter verdadero o falso de la solución de un problema determinado, acerca de la exactitud lógica de una afirmación determinada, y por otro, razonamientos acerca de la verdad de la geometría de Lobachevski o de la lógica cuadrivalente. Ante cualquier mensaje en ruso o en otra lengua natural se puede plantear la cuestión de si es verdadero o falso. Pero esta pregunta pierde totalmente el sentido si se aplica a una lengua en su conjunto. Por esta razón, las frecuentes reflexiones acerca del carácter inservible, insuficiente o incluso “vicioso” de determinados lenguajes artísticos (por ejemplo, del lenguaje del ballet, del de la música oriental, del de la pintura abstracta) contienen un error lógico que resulta de la confusión de conceptos. Sin embargo, antes de emitirse un juicio acerca de la verdad o falsedad, debe aclararse la cuestión de qué es lo que se valora, si el lenguaje o la comunicación. Y en consecuencia funcionarán diferentes criterios de valoración. La cultura está interesada en una especie de poliglotía. No es casual que el arte en su desarrollo deseche los mensajes caducos pero conserve con asombrosa perseverancia los lenguajes artísticos de épocas pasadas. Abundan en la historia del arte los “renacimientos” de los lenguajes del pasado que se perciben como innovadores.

La distinción de estos aspectos se revela como esencial para el teórico de la literatura (y en general para el teórico del arte). No se trata únicamente de una constante confusión entre la peculiaridad del lenguaje del texto artístico y su valor estético (con la afirmación permanente “lo incomprensible es malo”), sino también de la ausencia de una distinción consciente de la finalidad de la investigación, de la renuncia a plantear el problema de qué es lo que se estudia: el lenguaje artístico general de la época (de una tendencia, de un escritor) o un mensaje determinado transmitido en este lenguaje.

En este último caso se presenta como más racional la descripción de los textos de masas, los “medios”, los más estandarizados, en los cuales la norma general del lenguaje artístico se revela de un modo más preciso. La no distinción entre estos dos aspectos conduce a la confusión que la tradicional teoría literaria ya indicó en su tiempo y que intentó evitar a un nivel intuitivo al exigir que se distinguiera entre lo “general” y lo “individual” en la obra de arte. Entre los primeros intentos, muy lejos de la perfección, del estudio de la norma artística del arte de masas se puede citar, por ejemplo, la conocida monografía de V. V. Sipovski sobre la historia de la novela rusa. A principios de los años veinte la cuestión ya se había planteado con toda claridad. Así, V. M. Zhirmunski escribía que, en el estudio de la literatura de masas, “por la esencia misma del problema planteado es preciso hacer abstracción de lo individual y captar la difusión de una cierta tendencia general”. Los trabajos de Shklovski y de Vinogradov plantearon con toda claridad este problema.

Sin embargo, una vez tomada conciencia de la diferencia entre estos aspectos, no se puede dejar de observar que la relación entre ellos en los mensajes artísticos y no artísticos es profundamente distinta, y el mismo hecho de identificación insistente de los problemas de la especificidad del lenguaje de un tipo de arte determinado con el valor de la información que transmite está tan difundido que no puede ser casual.

Toda lengua natural está compuesta de signos que se caracterizan por la existencia de un determinado contenido extralingüístico y de elementos sintagmá-ticos cuyo contenido no sólo reproduce las relaciones extralingüísticas, sino que además posee en una medida considerable un carácter formal inmanente. Es verdad que entre estos grupos de hechos lingüísticos existe una constante interpenetración por un lado, los elementos portadores de significado se convierten en auxiliares, por otro, los elementos auxiliares se semantizan constantemente (la interpretación del género gramatical como característica de contenido sexual, la categoría de lo animado, etcétera). Sin embargo, el proceso de difusión es tan imperceptible que ambos aspectos se distinguen con gran precisión.

En el arte esta cuestión se plantea de un modo muy distinto. Aquí, por un lado, se manifiesta una tendencia constante a la formalización de los elementos portadores de contenido, a su fijación, a su transformación en clichés, a la transición completa de la esfera del contenido al campo convencional del código. Citaremos un solo ejemplo. En su ensayo sobre la historia de la literatura egipcia, B. A. Turaiev observa que las pinturas murales de los templos egipcios presentan un tema particular: el nacimiento de los faraones en forma de episodios y escenas que se repiten rigurosamente. Es “una galería de representaciones acompañadas de texto que reproducen una antigua composición creada, probablemente, para los reyes de la V dinastía y posteriormente transmitida oficialmente, en forma estereotipada, de generación en generación”. El autor indica que “este poema dramático oficial lo utilizaban de buena gana aquellos cuyos derechos al trono se impugnaban”, como, por ejemplo, la reina Hatshepsut, y comunica el siguiente hecho notable: con el fin de consolidar sus derechos, Hatshepsut ordenó que se representara en los muros de Deir el-Bahari su nacimiento. Pero el cambio correspondiente al sexo de la reina se introdujo únicamente en la inscripción. La imagen seguía siendo rigurosamente tradicional y representaba el nacimiento de un niño. La imagen se había formalizado por completo y lo que se revelaba como portador de información no era la referencia de la imagen de un niño a su prototipo real, sino el hecho mismo de la inclusión o no inclusión en el templo del texto artístico cuya relación con la reina en cuestión se establecía únicamente mediante una inscripción.

Por otro lado, la tendencia a interpretar todo el texto artístico como significante es tan grande que con razón consideramos que en la obra nada es casual. Y volveremos reiteradamente a la afirmación profundamente justificada de R. Jakobson acerca del significado artístico de las formas gramaticales en el texto poético, así como a otros ejemplos de semantización de los elementos formales del texto en el arte.

Naturalmente, la correlación de estos dos principios en diversas formas históricas y nacionales del arte será diferente. Pero su existencia e interrelación son constantes. Es más, si admitimos dos enunciados: “En la obra de arte todo corresponde al lenguaje artístico” y “En la obra de arte todo es mensaje”, la contradicción en que incurrimos será sólo aparente.

Surge naturalmente la cuestión: ¿no se podría identificar el lenguaje con la forma de la obra de arte y el mensaje con el contenido y no desaparecería entonces la afirmación de que el análisis estructural elimina el dualismo del examen del texto artístico desde el punto de vista de la forma y el contenido? Es evidente que no se puede hacer semejante identificación. Ante todo porque el lenguaje de una obra de arte no es en modo alguno “forma”, si conferimos a este concepto la idea de algo externo respecto al contenido portador de la carga informacional. El lenguaje del texto artístico es en su esencia un determinado modelo artístico del mundo y, en este sentido, pertenece, por toda su estructura, al “contenido”, es portador de información. Ya hemos señalado que el modelo del mundo que crea el lenguaje es más general que el modelo de mensaje profundamente individual en el momento de su creación. Ahora conviene indicar otra circunstancia: el mensaje artístico crea el modelo artístico de un determinado fenómeno concreto; el lenguaje artístico construye un modelo de universo en sus categorías más generales, las cuales, al representar el contenido más general del mundo, son la forma de existencia de objetos y fenómenos concretos. De este modo, el estudio del lenguaje artístico de las obras de arte no sólo nos ofrece una cierta norma individual de relación estética, sino que asimismo reproduce el modelo del mundo en sus rasgos más generales. Por eso, desde determinados puntos de vista, la información contenida en la elección del tipo de lenguaje artístico se presenta como la esencial.

La elección, por parte del escritor, de un determinado género, estilo o tendencia artística supone asimismo una elección del lenguaje en el que piensa hablar con el lector. Este lenguaje forma parte de una completa jerarquía de lenguajes artísticos de una época dada, de una cultura dada, de un pueblo dado o de una humanidad dada (al fin y al cabo surge también este planteamiento de la cuestión). Aquí es preciso tener en cuenta un rasgo esencial al que todavía volveremos: el lenguaje de una ciencia dada es para ella único, ligado a un objeto y aspecto particulares que le son propios. La transcodificación de una lengua a otra, extraordinariamente productiva en la mayoría de los casos, y que surge en relación con problemas interdisciplinarios, descubre en un objeto que parecía único los ejemplos de dos ciencias o conduce a la creación de una nueva rama del conocimiento y de un nuevo metalenguaje que le es propio.

En principio la lengua natural admite traducción. Esta se reserva no al objeto, sino a la colectividad. Sin embargo, la lengua natural posee en sí misma una determinada jerarquía de estilos que permite expresar el contenido de un mismo mensaje desde diferentes puntos de vista pragmáticos. La lengua construida de este modo modeliza no sólo una determinada estructura del mundo, sino también el punto de vista del observador.

En el lenguaje del arte, con su doble finalidad de modelización simultánea del objeto y del sujeto, tiene lugar una lucha constante entre la idea acerca de la unicidad del lenguaje y la idea de la posibilidad de elección entre sistemas de comunicación artísticos en cierto modo equivalentes. En un polo se halla la reflexión que ya preocupaba al autor del Cantar de las huestes de Igor: cantar “según las bilinas de la época” o “según lo entendía Bayan”; en el otro polo, la afirmación de Dostoievski: “Yo incluso creo que para diferentes formas de arte existen las correspondientes series de ideas poéticas hasta el punto de que ninguna idea se puede expresar en forma distinta a la que le corresponde”.

La oposición de estas declaraciones no es en el fondo más que aparente: allí donde existe un solo lenguaje posible no surge el problema de la correspondencia o no correspondencia de su esencia modelizadora respecto al modelo del mundo del autor. En este caso, el sistema modelizador del lenguaje no queda al descubierto. Cuanto mayor es la posibilidad de elección, tanto mayor es la cantidad de información que comporta la estructura misma del lenguaje y tanto mayor la nitidez con que se pone al descubierto su correspondencia con uno u otro modelo del mundo.

Y es porque el lenguaje del arte modeliza los aspectos más generales de la imagen del mundo –sus principios estructurales (en una serie de casos el lenguaje se convertirá en el contenido esencial de la obra, en su mensaje)– mientras que el texto se cierra sobre sí mismo. Esto ocurre en todos los casos de parodias literarias, de polémicas, en aquellos casos en que el artista define el tipo mismo de relación con la realidad y los principios fundamentales de su reproducción artística.

Por consiguiente, no se puede identificar el lenguaje del arte con el concepto tradicional de la forma. Es más, al recurrir a una determinada lengua natural, el lenguaje del arte hace que sus aspectos formales sean portadores de contenido.

Y, por último, es preciso examinar otro aspecto de la relación entre lengua y mensaje en el arte. Imaginémonos dos retratos de Catalina II: uno de gala, obra de Levitski, y otro costumbrista representando a la emperatriz en Tsarskoie Selo, pintado por Borovikovski. Para los cortesanos de la época era de suma importancia el parecido del retrato con el semblante de la emperatriz a la que ellos conocían bien. El hecho de que los dos retratos representaran a una misma persona constituía para ellos el mensaje esencial, mientras que la diferencia en el tratamiento, la especificidad del lenguaje artístico preocupaba únicamente a las personas iniciadas en los secretos del arte. Para nosotros se ha perdido para siempre el interés que estos retratos tenían a los ojos de aquellos que conocieron a Catalina II, mientras que destaca en primer plano la diferencia en el tratamiento artístico. El valor informacional de la lengua y del mensaje dados en un mismo texto varía en función de la estructura del código del lector, de sus exigencias y esperanzas.

Sin embargo, la movilidad e interrelación de estos dos principios se manifiesta de un modo particularmente acusado en otra circunstancia. Si estudiamos el proceso de funcionamiento de la obra de arte, observaremos necesariamente una particularidad: en el momento de percepción del texto artístico tendemos a considerar muchos aspectos de su lenguaje como mensajes; los elementos formales se semantizan; aquello que es inherente a un sistema de comunicación general, al formar parte de la totalidad estructural del texto, se percibe como individual. En una obra de arte de talento todo se percibe como creado ad hoc. Sin embargo, más tarde, al pasar a formar parte de la experiencia artística de la humanidad, la obra se convierte toda ella en lenguaje para las futuras comunicaciones estéticas, y lo que era casualidad de contenido en un texto dado se torna código para la posteridad. Ya a mediados del siglo xvii escribía Novikov: “Nadie me podrá convencer de que Harpagon de Molière está tomado de un vicio general. Toda crítica a una persona se convierte al cabo de muchos años en una crítica de un vicio general; Kaschei, ridiculizado con toda razón, será con el tiempo el modelo general de todos los concusionarios”.

El concepto de lenguaje del arte literario

Si utilizamos el concepto de “lenguaje del arte” en el sentido que hemos convenido más arriba, es evidente que la literatura, como una de las formas de comunicación de masas, debe poseer su propio lenguaje. “Poseer su propio lenguaje”: esto significa tener un conjunto cerrado de unidades de significación y de las reglas de su combinación que permiten transmitir ciertos mensajes.

Pero la literatura ya se sirve de uno de los tipos de lenguaje: la lengua natural. ¿Cuál es la correlación existente entre el “lenguaje de la literatura” y la lengua natural en que la obra está escrita (ruso, inglés, italiano o cualquier otra)? ¿Pero existe además este “lenguaje de la literatura” o basta con distinguir entre contenido de la obra (“mensaje”; cf. la pregunta ingenua del lector: “¿De qué trata?”) y el lenguaje de la literatura como un estrato estilístico funcional de la lengua natural nacional?

Con el fin de dilucidar esta cuestión planteémonos la siguiente tarea completamente trivial. Seleccionemos los siguientes textos: grupo I, un cuadro de Delacroix, un poema de Byron, una sinfonía de Berlioz; grupo II, un poema de Mickiewicz, obras para piano de Chopin; grupo III, textos poéticos de Derzhavin, conjuntos arquitectónicos de Bazhenov. Propongámonos, como ya se ha hecho reiteradamente en diversos estudios de historia de la cultura, representar los textos dentro de cada grupo como un solo texto, reduciéndolos a variantes de un cierto tipo invariante. Este tipo invariante será para el primer grupo el “romanticismo europeo occidental”; para el segundo, el “romanticismo polaco”; para el tercero, el “prerromanticismo ruso”. Se sobreentiende que se puede plantear la tarea de describir los tres grupos como un solo texto introduciendo un modelo abstracto de invariante de segundo grado.

Si nos planteamos esta tarea, deberemos, naturalmente, aislar un sistema de comunicación –un “lenguaje”– primero para cada uno de los grupos, después, para los tres juntos. Supongamos que la descripción de estos sistemas se hace en ruso. Es claro que en este caso el ruso aparecerá como metalengua de la descripción (dejamos de lado el problema acerca de la impropiedad de semejante descripción, ya que es inevitable la influencia modelizadora de la metalengua sobre el objeto), pero el “lenguaje del romanticismo” descrito (o cualquiera de los sublenguajes parciales correspondientes a los tres grupos indicados) no puede identificarse con ninguna de las lenguas naturales, puesto que será válido para la descripción de textos no verbales. Y, sin embargo, el modelo de lenguaje del romanticismo obtenido de este modo puede aplicarse asimismo a las obras literarias y, a un nivel determinado, puede describir el sistema de su construcción (a un nivel común para textos verbales y no verbales).

Pero es preciso examinar qué relación guardan con la lengua natural aquellas estructuras que se forman en el interior de las construcciones literarias y que no pueden ser transcodificadas a los lenguajes de las artes no verbales.

La literatura se expresa en un lenguaje especial, el cual se superpone sobre la lengua natural como un sistema secundario. Por eso la definen como un sistema modelizador secundario. Desde luego, la literatura no es el único sistema modelizador secundario, pero su estudio dentro de esta serie de sistemas nos llevaría demasiado lejos de nuestro objetivo inmediato.

Decir que la literatura posee su lenguaje, lenguaje que no coincide con la lengua natural, sino que se superpone a ésta, significa decir que la literatura posee un sistema propio, inherente a ella, de signos y de reglas de combinación de éstos, los cuales sirven para transmitir mensajes peculiares no transmisibles por otros medios. Intentaremos demostrarlo.

En las lenguas naturales es relativamente fácil distinguir los signos –unidades invariantes estables del texto– y las reglas sintagmáticas. Los signos se dividen claramente en planos de contenido y de expresión, entre los cuales existe una relación de no condicionamiento mutuo, de convencionalidad histórica. En el texto artístico verbal no sólo los límites de los signos son distintos, sino que el concepto mismo de signo es diferente.

Ya hemos tenido ocasión de señalar que los signos en el arte no poseen un carácter convencional, como en la lengua, sino icónico, figurativo. Esta tesis, evidente por lo que se refiere a las artes figurativas, aplicada a las artes verbales arrastra una serie de consecuencias esenciales. Los signos icónicos se construyen de acuerdo con el principio de una relación condicionada entre la expresión y el contenido. Por ello es generalmente difícil delimitar los planos de expresión y de contenido en el sentido habitual para la lingüística estructural. El signo modeliza su contenido. Se comprende que, en estas condiciones, se produzca en el texto artístico la semantización de los elementos extrasemánticos (sintácticos) de la lengua natural. En lugar de una clara delimitación de los elementos semánticos se produce un entrelazamiento complejo: lo sintagmático a un nivel de la jerarquía del texto artístico se revela como semántico a otro nivel.

Pero es necesario recordar aquí que son precisamente los elementos sintag-máticos los que en la lengua natural marcan los límites de los signos y segmentan el texto en unidades semánticas. Al eliminar la oposición “semántica-sintaxis”, los límites del signo se erosionan.

Decir: todos los elementos del texto son elementos semánticos, significa decir: en este caso el concepto de texto es idéntico al concepto de signo.

En una cierta relación así sucede: el texto es un signo integral, y todos los signos aislados del texto lingüístico general se reducen en él al nivel de elementos del signo.

De este modo, todo texto artístico se crea como un signo único, de contenido particular, construido ad hoc. A primera vista esto contradice a la conocida tesis de que los elementos repetidos que forman un conjunto cerrado pueden servir para transmitir información. Sin embargo, la contradicción es sólo aparente. Primero, porque, como ya hemos señalado, la estructura ocasional del modelo creada por el escritor se impone al lector como lenguaje de su conciencia. Lo ocasional se ve sustituido por lo universal. Pero no se trata solamente de eso. El signo “único” se revela “ensamblado” de signos tipo y, a un nivel determinado, “se lee” de acuerdo con las reglas tradicionales. Toda obra innovadora está construida con elementos tradicionales. Si el texto no mantiene el recuerdo de la estructura tradicional deja de percibirse su carácter innovador.

Aun representando un solo signo, el texto sigue siendo un texto (una secuencia de signos) en una lengua natural y por ello conserva la división en palabras-signos del sistema lingüístico general. Surge así ese fenómeno característico del arte por el cual un mismo texto, al aplicarle diferentes códigos, se descompone distintamente en signos.

Simultáneamente a la conversión de los signos lingüísticos generales en elementos del signo artístico, tiene lugar un proceso contrario. Los elementos del signo en el sistema de la lengua natural –fonemas, morfemas–, al pasar a formar parte de unas repeticiones ordenadas, se semantizan y se convierten en signos. De este modo, un mismo texto puede leerse como una cadena organizada según las reglas de la lengua natural, como una secuencia de signos de mayor entidad que la segmentación del texto en palabras, hasta la conversión del texto en un signo único, y como una cadena, organizada de un modo especial, de signos más fraccionados que la palabra, hasta llegar a los fonemas.

Las reglas de la sintagmática del texto están asimismo relacionadas con esta tesis. No se trata únicamente de que los elementos semánticos y sintagmáticos sean mutuamente convertibles, sino también de que el texto artístico se presenta simultáneamente como conjunto de frases, como frase y como palabra. En cada uno de estos casos el carácter de las conexiones sintagmáticas es distinto. Los dos primeros casos no exigen comentarios, pero es preciso detenerse en el último.

Sería un error considerar que la coincidencia de los límites del signo con los límites del texto elimina el problema de la sintagmática. Estudiado de este modo, el texto puede dividirse en signos y respectivamente organizarse sintagmáticamente. Pero no se tratará de la sintagmática de la cadena, sino de la sintagmática de la jerarquía: los signos aparecerán ligados como las muñecas rusas, uno dentro del otro.

Semejante sintagmática es perfectamente real para la construcción de un texto artístico, y si para el lingüista resulta insólita, el historiador de la cultura hallará fácilmente paralelos, por ejemplo, en la estructura del mundo vista por un hombre del Medievo.

Para el pensador medieval el mundo no es un conjunto de esencias, sino una esencia, no una frase, sino una palabra. Pero esta palabra está jerárquicamente compuesta de palabras aisladas, como insertas unas en otras. La verdad no radica en la acumulación cuantitativa, sino en el ahondamiento (no hace falta leer libros –muchas palabras–, sino reflexionar sobre una palabra, no acumular nuevos conocimientos, sino interpretar los viejos).

De lo dicho se infiere que el arte verbal, aunque se basa en la lengua natural, lo hace únicamente con el fin de transformarla en su propio lenguaje, secundario, lenguaje del arte. En cuanto a este “lenguaje del arte”, se trata de una jerarquía compleja de lenguajes relacionados entre sí pero no idénticos. Esto está ligado a la pluralidad de posibles lecturas del texto artístico. Está asimismo relacionado, al parecer, con la densidad semántica del arte, inaccesible a otros lenguajes no artísticos. El arte es el procedimiento más económico y más compacto de almacenamiento y de transmisión de la información. Pero el arte posee asimismo otras propiedades que merecen perfectamente la atención del especialista en cibernética y, con el tiempo, quizá, del ingeniero constructor.

Al poseer la capacidad de concentrar una enorme información en la “superficie” de un pequeño texto (cf. el volumen de un cuento de Chejov y de un manual de psicología), el texto artístico posee otra peculiaridad: ofrece a diferentes lectores distinta información, a cada uno a la medida de su capacidad; ofrece igualmente al lector un lenguaje que le permite asimilar una nueva porción de datos en una segunda lectura. Se comporta como un organismo vivo que se encuentra en relación inversa con el lector y que enseña a éste.

El problema sobre los medios con los que se alcanza esto debe preocupar no sólo al humanista. Basta con imaginarse un dispositivo construido de un modo análogo que transmita información científica para comprender que el descubrimiento de la naturaleza del arte como sistema de comunicación puede producir una revolución en los métodos de conservación y transmisión de la información.

Sobre la pluralidad de los códigos artísticos

La comunicación artística posee una interesante peculiaridad: los tipos habituales de conexión conocen únicamente dos casos de relaciones del mensaje en la entrada y salida del canal de comunicación: la correspondencia y la no correspondencia. Esta última se considera un error y surge a causa del “ruido en el canal de conexión”, es decir, diversas circunstancias que obstaculizan la transmisión. Las lenguas naturales se aseguran contra las deformaciones gracias al mecanismo de redundancia, una especie de reserva de estabilidad semántica.

El problema de la redundancia en el texto artístico no será por el momento objeto de nuestro estudio. En este caso lo que nos interesa es otra cosa: entre la comprensión y la incomprensión del texto artístico existe una amplia zona intermedia. Las diferencias en la interpretación de las obras de arte constituyen un fenómeno cotidiano que, en contra de una extendida opinión, no se debe a causas accesorias fácilmente evitables, sino a causas orgánicamente inherentes al arte. Al menos y por lo que parece, a esta propiedad se debe precisamente la ya señalada capacidad del arte de entrar en correlación con el lector y de ofrecerle justamente la información que necesita y para cuya percepción está preparado.

Aquí debemos detenernos ante todo en una distinción de principio entre las lenguas naturales y los sistemas modelizadores secundarios de tipo artístico. En lingüística ha obtenido reconocimiento la tesis de R. Jakobson sobre la distinción entre las reglas de la síntesis gramatical (gramática de hablante) y la gramática del análisis (gramática del oyente). Un enfoque análogo de la comunicación artística permite descubrir su gran complejidad.

Se trata de que, en una serie de casos, el receptor del texto se ve obligado no sólo a descifrar el mensaje mediante un código determinado, sino también establecer en qué “lenguaje” está codificado el texto.

Aquí es preciso distinguir los siguientes casos:

I. a) El receptor y el transmisor emplean un código común: sin duda se sobreentiende que existe un lenguaje artístico común, tan sólo el mensaje es nuevo. Este es el caso de todos los sistemas artísticos de “identidad estética”. Cada vez la situación de la realización, la temática y otras condiciones extratextuales sugieren infaliblemente al oyente el único lenguaje artístico posible del texto dado.

b) Una variedad de este caso será la percepción de los modernos textos de masas hechos de clichés. Pero si en el primer caso ello supone la condición para establecer la comunicación artística y como tal se destaca por todos los medios, en el segundo caso el autor se esfuerza por disimular este hecho: confiere al texto los rasgos falsos de otro cliché o sustituye un cliché por otro. En este caso el lector, antes de recibir el mensaje, debe elegir entre los lenguajes artísticos de que dispone aquel en el que está codificado el texto o una parte del mismo. La propia elección de uno de los códigos conocidos produce una información suplementaria. Sin embargo, su magnitud es insignificante, puesto que la lista a partir de la cual se efectúa la elección es siempre relativamente pequeña.

II. Muy distinto es el caso en que el oyente intenta descifrar el texto recurriendo a un código distinto al del creador. Aquí son igualmente posibles dos tipos de relaciones.

a) El receptor impone al texto su lenguaje artístico. En este caso el texto se somete a una transcodificación (a veces incluso a una destrucción de la estructura del transmisor). La información que intenta recibir el receptor es un mensaje más en un lenguaje que ya conoce. En este caso se maneja el texto artístico como si de un texto no artístico se tratara.

b) El receptor intenta percibir el texto de acuerdo con los cánones que ya conoce, pero el método de pruebas y errores le convence de la necesidad de crear un código nuevo, desconocido para él. Tienen lugar aquí una serie de procesos de interés. El receptor entra en pugna con el lenguaje del transmisor y puede resultar vencido en esta lucha: el escritor impone su lenguaje al lector, el cual lo asimila, lo convierte en su instrumento de modelización de la vida. Sin embargo, es más frecuente, al parecer, en la práctica, que en el proceso de asimilación el lenguaje del escritor se deforme, se someta a una especie de criollización de los lenguajes ya existentes en el arsenal de la conciencia del lector. Surge aquí una cuestión fundamental: este proceso posee, al parecer, sus leyes selectivas. En general, la teoría de la mezcla de las lenguas, esencial para la lingüística, deberá desempeñar un enorme papel en el estudio de la percepción del lector.

Otro caso de interés: la relación entre lo casual y lo sistemático en el texto artístico posee distinto significado para el transmisor y para el receptor. Al recibir un mensaje artístico, para cuyo texto debe aun elaborar el código para descifrarlo, el receptor construye un determinado modelo. Pueden surgir aquí sistemas que organicen los elementos casuales del texto confiriéndoles significación. De este modo, al pasar del emisor al receptor, puede aumentar el número de elementos estructurales significativos. Es éste uno de los aspectos de un fenómeno complejo y hasta ahora poco estudiado como es la capacidad del texto artístico para acumular información.

La magnitud de la entropía de los lenguajes artísticos del autor y del lector

El problema de la correlación entre el código artístico sintético del autor y el analítico del lector posee otro aspecto. Ambos códigos representan una construcción jerárquica de gran complejidad.

El problema se ve complicado por el hecho de que un mismo texto real puede, a distintos niveles, estar supeditado a diversos códigos (este caso, bastante frecuente, no lo estudiaremos más adelante por razones de simplificación).

Para que un acto de comunicación tenga lugar es preciso que el código del autor y el código del lector formen conjuntos intersacados de elementos estructurales, por ejemplo, que el lector comprenda la lengua natural en la que está escrito el texto. Las partes del código que no se entrecruzan constituyen la zona que se deforma, se somete al mestizaje o se reestructura de cualquier otro modo al pasar del escritor al lector.

Debe señalarse otra circunstancia: últimamente se han emprendido intentos de calcular la entropía del texto artístico y, por consiguiente, de determinar la magnitud de la información. Aquí cabe indicar lo siguiente: en las obras de vulgarización se confunde, a veces, el concepto cuantitativo de la magnitud de la información y el cualitativo, su valor. Sin embargo, se trata de cosas totalmente distintas. La cuestión “¿Existe Dios?” ofrece la posibilidad de elegir entre dos. El ofrecimiento de elegir un plato en el menú de un buen restaurante ofrece la posibilidad de agotar una entropía considerablemente grande. ¿Prueba esto el mayor valor de la información obtenida de la segunda manera?

Al parecer toda la información que entra en la conciencia del hombre se organiza en una jerarquía determinada, y el cálculo de su cantidad tiene sentido únicamente en el interior de los niveles, ya que sólo en estas condiciones se observa la homogeneidad de los factores constitutivos. La cuestión de cómo se forman y se clasifican estas jerarquías de valores pertenece a la tipología de la cultura y debe excluirse de la presente exposición.

Por consiguiente, al abordar los cálculos de la entropía de un texto artístico, se deben evitar las confusiones:

a) de la entropía del código del autor y del lector,

b) de la entropía de los diferentes niveles del código.

El primero en plantear el problema que nos interesa fue el académico A. N. Kolmogorov, cuyos méritos en la creación de la moderna poética son excepcionalmente grandes. Una serie de ideas apuntadas por A. N. Kolmogorov constituyó la base de los trabajos de sus alumnos y, en lo fundamental, determinó la actual orientación de los estudios de lingüística estadística en la poética soviética contemporánea.

Ante todo, la escuela de A. N. Kolmogorov planteó y resolvió el problema de la definición estrictamente formal de una serie de conceptos de partida de la ciencia del verso. Seguidamente, apoyándose en un amplio material estadístico, se estudiaron las probabilidades de aparición de determinadas figuras rítmicas en un texto no poético (no artístico), así como las probabilidades de diversas variaciones dentro de los tipos fundamentales de la métrica rusa. Puesto que estos cálculos métricos daban invariablemente características dobles: de los fenómenos del substrato fundamental y de las desviaciones del mismo (el sustrato de la norma lingüística general y el discurso poético como caso individual; las normas estadísticas medias del yambo ruso y las probabilidades de aparición de variedades aisladas, etc.), surgía la posibilidad de valorar las posibilidades informacionales de una determinada variedad de discurso poético. Con ello, a diferencia de la ciencia del verso de la década de los años 1920, se planteaba el problema de la capacidad de contenido de las formas métricas y, al mismo tiempo, se avanzaba hacia la medición de este contenido con los métodos de la teoría de la información.

Esto, naturalmente, condujo al problema de la entropía del lenguaje poético. A. N. Kolmogorov llegó a la conclusión de que la entropía del lenguaje (H) se componía de dos magnitudes: de una determinada capacidad semántica (h1) –capacidad del lenguaje en un texto de una extensión determinada de transmitir una cierta información semántica– y de la flexibilidad del lenguaje (h2), posibilidad de expresar un mismo contenido con procedimientos equivalentes. Es precisamente h2, la fuente de la información poética. Los lenguajes con h2 = 0, por ejemplo, los lenguajes artificiales de la ciencia, que excluyen por principio la posibilidad de una sinonimia, no pueden constituir material para la poesía. El discurso poético impone al texto una serie de limitaciones en forma de un ritmo dado, de rimas, normas léxicas y estilísticas. Tras medir qué parte de la capacidad portadora de información se emplea en estas limitaciones (se designa con la letra b), A. N. Kolmogorov formuló una ley, según la cual la creación poética es posible mientras la cantidad de información empleada en las limitaciones no supere b<h2, la flexibilidad del texto. En un lenguaje con b ³ h2 la creación poética es imposible.

La aplicación por parte de A. N. Kolmogorov de los métodos teórico-infor- macionales al estudio de los textos poéticos hizo posible la medición exacta de la información artística. Es preciso destacar aquí la extraordinaria prudencia del investigador, quien puso en guardia reiteradamente contra el excesivo entusiasmo por los todavía bastante modestos resultados del estudio matemático-estadístico, teórico-informacional y, en definitiva, cibernético, de la poesía. “La mayor parte de los ejemplos de modelización en las máquinas de los procesos de creación artística, citados en las obras de cibernética, nos sorprenden por su carácter primitivo (compilación de melodías con fragmentos de cuatro o cinco notas tomados de unas decenas de conocidas melodías, etc.). En las publicaciones no cibernéticas el análisis formal de la creación artística hace tiempo que ha alcanzado un nivel elevado. La inclusión en estas investigaciones de las ideas de la teoría de la información y de la cibernética puede ser de gran utilidad. Pero un avance real en esta dirección exige una elevación esencial del nivel de los intereses y de los conocimientos humanísticos entre los investigadores en cibernética.”

La distinción por parte de A. N. Kolmogorov de tres componentes fundamentales de la entropía del texto artístico verbal –la diversidad del contenido posible dentro de los límites de un texto de una extensión dada (su agotamiento constituye la información lingüística general), la diversidad de la diferente expresión de un mismo contenido (su agotamiento constituye la información propiamente artística) y las limitaciones formales impuestas a la flexibilidad del lenguaje las cuales reducen la entropía de segundo tipo– es de una importancia fundamental.

Sin embargo, el estado actual de la poética estructural permite suponer que las relaciones entre estos tres componentes son dialécticamente mucho más complejas. Ante todo, es preciso señalar que la idea de la creación poética como elección de una de las posibles variantes de exposición de un contenido dado, teniendo en cuenta unas determinadas reglas formales restrictivas (y en esta idea se basan precisamente en la mayoría de los casos los modelos cibernéticos del proceso creador) adolece de una cierta simplificación. Supongamos que el poeta se vale para crear precisamente de este método. Lo cual, como es sabido, dista de ser siempre así. Pero incluso en este caso, si para el creador del texto se agota la entropía de la flexibilidad del lenguaje (h2), para el receptor las cosas pueden presentarse de un modo muy diferente. La expresión se convierte para él en contenido: percibe el texto poético no como uno de los posibles, sino como único e imposible de repetir. El poeta sabe que podía escribir de otro modo; para el lector que percibe el texto como artísticamente perfecto, no hay nada casual. Es propio del lector considerar que no podía estar escrito de otro modo. La entropía h2, se percibe como h1, como una ampliación de la esfera de aquello que se puede decir en los límites de un texto de una extensión dada. El lector que siente la necesidad de la poesía no ve en ésta un medio para decir en verso lo que se puede comunicar en prosa, sino un procedimiento de exposición de una verdad particular que no se puede construir al margen del texto poético. La entropía de la flexibilidad del lenguaje se transforma en entropía de la diversidad de un contenido poético particular. Y la fórmula H = h1 + h2 toma la forma de H = h1 + h1(la diversidad del contenido lingüístico general más el contenido poético específico). Intentemos explicar qué significa esto.

Partiendo de que el modelo de A. N. Kolmogorov no tiene como finalidad reproducir el proceso de creación individual que, claro está, transcurre de un modo intuitivo y por múltiples vías difícilmente definibles, sino que nos ofrece únicamente un esquema general de aquellas reservas del lenguaje a costa de las cuales tiene lugar la creación de la información poética, intentemos interpretar este modelo a la luz del hecho indiscutible de que la estructura del texto, desde el punto de vista del remitente, difiere en su tipo del enfoque que a este problema da el destinatario del mensaje artístico.

Así, pues, supongamos que el escritor, al agotar la capacidad semántica del lenguaje, construye un cierto pensamiento y, a expensas del agotamiento de la flexibilidad del lenguaje, elije los sinónimos para su expresión. En este caso el escritor es realmente libre para sustituir algunas palabras o partes del texto por otras semánticamente equivalentes. Basta con echar una mirada a los borradores de muchos escritores para comprobar este proceso de sustitución de algunas palabras por sus sinónimos. Sin embargo, al lector el cuadro se le presenta de un modo distinto: el lector considera que el texto que se le ofrece (si se trata de una obra de arte perfecta) es el único posible –"no se puede quitar ni una sola palabra de la canción"–. La sustitución de una palabra en el texto no supone para él una variante del contenido, sino un contenido nuevo. Si llevamos esta tendencia a un extremo ideal, podemos afirmar que para el lector no existen sinónimos. En cambio, se amplía considerablemente para él la capacidad semántica del lenguaje. Se puede decir en verso aquello que los no-versos no tienen medios de expresar. La simple repetición de una palabra varias veces la convierte en desigual a sí misma. De este modo, la flexibilidad del lenguaje (h2) se transforma en una cierta capacidad complementaria de significado, creando una peculiar entropía del "contenido poético". Pero el propio poeta es oyente de sus versos y puede escribirlos guiado por la conciencia de lector. En este caso las posibles variantes de texto dejan de ser equivalentes desde el punto de vista del contenido: semantiza la fonología, la rima, las consonancias le sugieren la variante a elegir del texto, el desarrollo del argumento cobra autonomía, como cree el autor, respecto a su voluntad. Esto significa el triunfo del punto de vista del lector, quien percibe todos los detalles del texto como portadores de significado. A su vez, el lector puede ponerse en el lugar del "autor" (históricamente esto sucede con frecuencia en las culturas de amplia difusión de la poesía en que el lector es igualmente poeta). Empieza a valorar el virtuosismo y tiende a h1 ® h’2 (es decir, a percibir el contenido lingüístico general del texto únicamente como pretexto para superar las dificultades poéticas).

Puede decirse que, en un caso límite, cualquier palabra del lenguaje poético puede convertirse en sinónimo de cualquiera. Si en el verso de Tsvetaieva "Allí no estás tú, y no estás tú", "no estás tú" no es sinónimo, sino antónimo de su repetición; en Voznesenski, empero, resultan sinónimos "spasivo" [gracias] y "spasite" [salvad]. El poeta (como en general el artista) no se limita a "describir" un episodio que aparece como uno de los muchos posibles argumentos que en su totalidad constituyen el universo: el conjunto universal de temas y aspectos. Este episodio se convierte para él en modelo de todo el universo, lo colma por su unicidad, y, entonces, todos los posibles argumentos que el autor no eligió no son relatos de otros rincones del mundo, sino modelos de ese mismo universo, es decir, sinónimos argumentales del episodio realizado en el texto. La fórmula adquiere el aspecto de H = h1 + h’’. Pero del mismo modo que la "gramática del hablante" y la "gramática del oyente", divididas en su esencia, coexisten realmente en la conciencia de todo portador del habla, así el punto de vista del poeta penetra en el auditorio de lectores, y la conciencia del lector, en la conciencia del poeta. Se podría incluso esbozar un esquema aproximado de los tipos de actitud hacia la poesía en los que triunfa una u otra modificación de la fórmula inicial.

En principio, para el autor sólo son posibles dos posiciones (la “suya” y la de “lector” o “espectador”). Puede afirmarse lo mismo del auditorio que puede adoptar únicamente una de las dos actitudes, la “suya” o la “del autor”. Por consiguiente, todas las situaciones posibles se pueden reducir a una matriz de cuatro elementos.

Situación núm. 1. El escritor se halla en la posición H = h2 + h’2; el lector, en H = h1 + h’1. El destinatario (lector o crítico) distingue en la obra el "contenido" y los "procedimientos artísticos". Aprecia por encima de todo la información de tipo no artístico contenida en el texto artístico. El escritor valora su propio trabajo como artístico, mientras que el lector ve en él, ante todo, al publicista y juzga la obra por la "tendencia" de la revista en que se publicó (cf. la acogida que tuvieron Padres e hijos, de Turgueniev, al publicarse en Russki vestnik) o por la actitud social manifestada por el escritor al margen del texto dado (cf. la actitud hacia la poesía de Fet por parte de la juventud progresista de los años 1860 tras la aparición de los artículos reaccionarios del escritor). Una manifestación clara de la situación número 1 es la "crítica real", de Dobrobubov.

Situación núm. 2. El escritor se halla en la posición H = h2 + h’2; el lector, en H = h2 + h’2. Surge en épocas de cultura artística refinada (por ejemplo, en el Renacimiento europeo, en determinadas épocas de la cultura de Oriente). Amplia difusión de la poesía: casi todo lector es poeta. Concursos y competiciones poéticas extendidas en la antigüedad y en muchas culturas europeas y orientales del Medievo. En el lector se desarrolla el "esteticismo".

Situación núm. 3. El escritor se halla en la posición H = h1 + h’1; el lector, en H = h1 + h’1. El escritor se considera a sí mismo como un investigador de la naturaleza que ofrece al lector hechos en una descripción verídica. Se desarrolla la "literatura del hecho", de los "documentos vividos". El escritor tiende al ensayo. Lo "artístico" se convierte en un epíteto peyorativo, equivalente a "arte de salón" y "esteticismo".

Situación núm. 4. El escritor se halla en la posición H = h1 + h’1; el lector, en H = h2 + h’2. El escritor y el lector han cambiado paradójicamente sus puestos. El escritor considera su obra como un documento de la vida, como un relato de hechos reales, mientras que el lector tiende a la percepción estética de la obra. Un caso extremo: las normas del arte se superponen sobre las situaciones reales: las luchas de gladiadores en los circos romanos; Nerón juzgando el incendio de Roma según las leyes de la tragedia teatral; Derzhavin haciendo ahorcar a un partidario de Pugachov "por curiosidad poética". (Cf. la situación en I Pagliacci, de Leoncavallo: el espectador percibe la tragedia real como teatral.) En Pushkin:

La fría muchedumbre contempla al poeta

Como a un bufón de paso: si

Expresa profundamente el penoso lamento del corazón,

Y el verso nacido del dolor, agudo y melancólico,

Golpea los corazones con fuerza inusitada,

La muchedumbre aplaude y elogia, o, a veces,

Mueve malévola la cabeza.

Todas las situaciones descritas representan casos extremos y se perciben como violencia ejercida sobre una norma, dada intuitivamente, de actitud del lector hacia la literatura. Para nosotros su interés reside en que se hallan en la base misma de la dialéctica del criterio “de escritor” y “de lector” acerca del texto literario que, a través de los casos extremos, esclarece su naturaleza constructiva. Otra cosa es la norma: los sistemas “de escritor” y “de lector” son diferentes, pero todo el que domina la literatura como un cierto código cultural único reúne en su conciencia estos dos enfoques distintos, del mismo modo que todo el que domina una lengua natural combina en su conciencia las estructuras lingüísticas analizadoras y sintetizadoras.

Pero un mismo texto artístico, visto desde el punto de vista del remitente o del destinatario, aparece como el resultado de la consumición de distinta entropía y, por consiguiente, como portador de diferente información. Si no se toman en consideración las notables modificaciones en la entropía de la lengua natural, relacionadas con la magnitud de b, en tal caso la fórmula de la entropía del texto artístico se podrá expresar así:

H = h1 + h’2,

Donde

H = h1 + h’1 y H = h2 + h’2.

Pero, puesto que H1 y H2, en el caso límite, en términos generales, abarcan todo el léxico de la lengua natural dada, se explica el hecho de que el texto artístico posea una capacidad de información considerablemente mayor que el no artístico.

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3 En: Yuri M. Lotman, Estructura del texto artístico, Madrid, Istmo, 1982, pp. 17-46.

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SONDOR LODGE

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