lunes, 28 de julio de 2008

Construcciones utópicas: tres tesis y una regla práctica.

Mariano Vázquez Espí*
La mano que escribe...


Pasé el pasado agosto con mi pequeña familia, con Sofía y Pablo. Nos fuimos a un pequeño ranchito que tiene Sofía en la ladera sur de la Sierra de Gredos, en la frontera norte de Extremadura. (Cerca de allí, en el monasterio de Yuste estuvo el retiro del Emperador. De esa región partieron muchos de los conquistadores de América que, es obvio, no son los antepasados de quienes se quedaron aquí, sino de aquellas otras personas que allá nacieron.)

El ranchito estaba abandonado en medio de un bosque, un robledal. Y aunque fue en tiempos una huerta espléndida, con terrazas escalonadas e inteligentes acequias para conducir el agua abundante, se nos ofrecía ahora como un robledal joven y salvaje en curso de recuperación. Fueron cuatro semanas de lucha perdida contra la maleza (helechos, zarzamoras,...).

Según nuestro código particular las pasamos haciendo el `atapuerco': voluntariamente situados en un nuevo `neolítico', semidesnudos, renunciando casi siempre a usar motores de gasolina o luz eléctrica, recuperando antiguas herramientas nacidas en forjas, de antiguos dueños, oxidadas. Viendo amanecer y llegando al lecho con el cuerpo magullado tras horas de esfuerzos pausados y constantes. Un nuevo neolítico en todo caso pues, por ejemplo, encendíamos cinco minutos al día el teléfono celular para capturar posibles mensajes (en esa ladera la `cobertura' es excelente). Neolítico, al fin y al cabo, porque era tremendamente sencillo olvidarse de las angustias y los miedos que durante los otros once meses, ya sea antes ya después, nos rodean (como ciudadanos del mundo que seguimos siendo). No es una vida simple: hay que ocuparse de mil cosas: desde clasificar el agua (para beber, para cocinar, para regar, para asearse) hasta deshacerse de ella (arrebatar el suministro a la zarzamora, a los mosquitos, drenar, desecar); desde llegar a tiempo con el arreglo del tejado antes de que arrecie la tormenta hasta permanecer mudo y quieto durante el espectáculo telúrico de un amanecer vestido con la niebla que siguió a la tormenta; desde subir monte arriba en busca de una atalaya desde la que descubrir y vigilar el incendio que olemos pero que no vemos, hasta entrever y escudriñar en la conversación con un vecino recién encontrado sus intenciones a corto y largo plazo. No, no es una vida simple. Es una vida mucho más diversa y compleja que la vida urbana en New York. No es sólo un piano con más teclas, es una piano con otras teclas: con embocaduras y también cuerdas y tambores: cada uno de los tres teníamos que tocar un pequeña orquesta, lejos de las certezas de un sólo instrumento.

Y después de ese agosto, volver a la `faena'. En mi caso, profesor universitario y webmaster: volver a programar ordenadores o montarlos, volver a calcular estructuras de edificios para que duren (o para que no duren demasiado y el negocio inmobiliario pueda seguir su curso). Volver al mundo global, lo que en mi caso significa entre otras cosas vivir a 450 km. de mi lugar principal de trabajo: trenes de alta velocidad y redes telemáticas para el trabajo a distancia. Volver a encajar en una red: volver a ser pieza heterónoma: volver a aceptar condiciones a cambio, quizás, de poder imponer alguna condición a nuestra vez. Volver a la ilusión de que tenemos alguna libertad, de ese tipo de libertad que acaba “donde empieza la libertad del prójimo”.

Lo que sigue será dicho por alguien, pues todo lo dicho es dicho por alguien. Lo que antecede era, creo, necesario: una somera descripción de la mano que escribe...


La utopía invisible


Mi objetivo principal, al aceptar la oferta de participar en este intento, es poner en duda la oportunidad de guiarnos por sueños y utopías, dejando en principio fuera de duda la oportunidad de construir `proyectos autónomos' (aunque queda pendiente ponerse de acuerdo en qué cosa sean). En definitiva, ser el `pepito grillo' de este relato. Me provocó tal deseo la voluntad de avanzar contenida en el texto con que se me hizo llegar la oferta:
«¿Cómo articular esos sueños diversos? ¿Cómo construir universos comunes de sentido? [...] ¿Cómo avanzar hacia un sueño común que nos movilice?» [Los subrayados son míos.]

Convendrá aclarar que al leer ésto, volvió con fuerza a mi memoria el formulismo de Conrad (1902:57): «...No, it is impossible; it is impossible to convey the lifesensation of any given epoch of one's existence - that which makes its truth, its meaning - its subtle and penetrating essence. It is impossible. We live, as we dream - alone...» (el subrayado es mío). Aunque, a la vez, estaba la emoción de intentar dar la vuelta a la fórmula: se sueña como se vive...

Mi tesis principal, a saber, es: desafortunadamente, estamos movilizados y articulados y construímos cada día un mundo común (`global'), avanzando día a día. ¡Es algo tan obvio que resulta transparente y nos resulta invisible![1] Existe una utopía que, aunque irrealizable, engrasa la máquina social minuto a minuto; y, mal que bien, con temblores, sustos y sorpresas, tiene éxito: teniéndonos atrapados nos hace ilusionarnos con la libertad. Esa utopía responde a la noción muy general de progreso, noción que intentaré precisar más adelante. Y, en concreto, es el progreso, el avance hacia una utopía cualquiera lo que constituye, a mi entender, la utopía invisible de la que debemos librarnos.

Consecuencia: no necesitamos ninguna nueva utopía: necesitamos ver cómo desembarazarnos de la utopía invisible. Cómo reconocer las trampas obvias, sortearlas, y poder dedicarnos a construir el sentido de nuestros presentes. Es, por supuesto, una hipótesis y parto de ella: sólo tenemos a mano el presente. Es en ese instante, perpetuamente pasajero, en el que nos jugamos una y otra vez eso que, vagamente, podemos denominar la felicidad o la buena vida. Desde el principio debe quedar clara la ventaja del juego perpetuo: nos podemos permitir perder (errar, equivocarnos) una y otra vez siempre que respetemos una regla: nunca dejar de jugar (mientras sea posible, y haya vida).[2]


Tres tesis sobre la utopía


Para evitar desde el principio discusiones terminológicas, debo manifestar que la definición que de utopía da el Diccionario de la Academia es razonablemente apropiada para nuestros propósitos: «Plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación». Una definición que cubre bien lo que se ha denominado, un poco indistintamente, `literatura' o `pensamiento' utópico: desde Platón hasta la ciencia-ficción más contemporánea -véase, por ejemplo, el volumen compilado por Manuel (1966). En este contexto, mi tesis principal no es en absoluto mía. Hasta donde sé fue al menos formulada por Mumford (1966) e intuida, más recientemente, por Verdaguer (2003). Cada uno con su propio lenguaje, recalaban en la misma cuestión, tal y como trataré de mostrar.

En el contexto de una discusión más general acerca de la crisis ecológica y urbana contemporánea, Verdaguer (2003:177) constató como, hasta muy entrado el siglo XX, «las preguntas ¿cómo deben ser las ciudades? y ¿quién debe decidir cómo se organiza lo económico y social? [...] no han llegado a confluir de forma efectiva en [una única] pregunta: ¿quién y de qué forma debe decidir cómo han de ser y cómo se han de construir físicamente en cada momento las ciudades?» (el subrayado es mío). Desde Aristóteles hasta Friedman (pasando por Tomas Moro, Bellamy, Kropotkin, Cerdá, Le Corbusier y tantos otros), las ensoñaciones ideales y utópicas son, cualquiera que sea la índole de su organización y detalle, perfectas, acabadas, alcanzadas. «Todas ellas proponen soluciones finales para la disposición y la organización de las actividades y las construcciones sobre el territorio, e incluso llegan a describir y representar con minuciosidad el aspecto y la configuración finales de todos los elementos urbanos, pero en los pocos casos en los que se describen con similar minuciosidad los organismos que toman decisiones sobre la organización de lo social, nunca se plantea la posibilidad de que dichos organismos puedan optar por soluciones fuera del modelo propuesto. [...] El papel asignado a la ciudadanía en todos los modelos es el de meros figurantes pasivos [...] sólo el cristiano será feliz en la ciudad cristiana; sólo el comunista en la comunista...» (Verdaguer, 2003:177-178, el subrayado es mío).

Del análisis de Verdaguer surgen `pequeñas tesis' sobre las utopías, que pueden entenderse como regularidades pertinentes para su análisis y valoración:
Tesis I. Las utopías son puntos de llegada que, una vez alcanzados, permanecen estáticos en el tiempo, sin que en su descripción o diseño se resuelva la cuestión de quién y cómo gestionará y cuidará la utopía lograda, dando generalmente por supuesto que una vez en el paraíso nada hay ya que decidir (nada hay que jugar).
Tesis II. El pensamiento utópico se desentiende del debate central de la filosofía política: aquel que versa sobre las contradicciones entre fines y medios, entre poder y conocimiento, entre autonomía y heteronomía. Y, por decir lo menos, si hay que elegir opta por realizar una propuesta autoritaria o cuando menos heterónoma en la que el poder está firmemente instituido y cuida de la utopía lograda y de la ciudadanía que la disfruta sin la participación de ésta.

Quizá de forma más espectacular, la tesis de Mumford (1966) propone que la utopía no es, de facto, un proyecto hacia el futuro, sino más bien una mirada melancólica hacia un acontecimiento pasado: que «la primera utopía fue la ciudad como tal». Y, en consecuencia, el movimiento `utópico' posterior (si es que nos podemos permitir una generalización semejante) debe entenderse como los sucesivos intentos de `restaurar' una primera ciudad que existió pero que, afortunadamente, se vino abajo. Hay que entender bien que esta primera ciudad es una o varias ciudades concretas, que tuvieron existencia histórica y que significaron el advenimiento de `novedades' respecto al inmediato pasado:
«...la comunidad ideal de Platón comienza en el mismo punto en el que llega a su fin la temprana Edad de Oro[3]: con el gobierno absoluto, la coerción totalitaria, la permanente división del trabajo y la constante disposición para la guerra -aceptado todo ello puntualmente en nombre de la justicia y de la sabiduría-» (Mumford, 1966:33).
La tesis de Mumford puede resultar tan novedosa que merece la pena glosar los puntos centrales de su demostración (aunque, ciertamente, lo recomendable es la lectura directa de su texto).
El estado totalitario

La idea central de la guerra, la férrea división del trabajo y la consiguiente especialización, la justificación de la mentira y la propaganda cuando sean necesarias para la estabilidad[4], el carácter absoluto y coercitivo de la autoridad, son, todas ellas, características consustanciales a la República (y a otras muchas utopías incluyendo la «nación en mono» de Bellamy, aunque un mérito de Platón es narrarnos las cosas como fueron, sin vestimentas ni ropajes que contribuyan a hacer `atractivo' el ideal, confróntese la tesis II). ¿Cómo puede entonces considerarse la República de Platón una contribución a un futuro ideal? ¿Es esa República -que Bertrand Russell supo reconocer en la Rusia soviética y, luego, en el estado fascista- todo lo que los ideales helénicos sobre la justicia, la templanza, el valor y la sabiduría pueden ofrecer? Ciertamente no sería creible. Por el contrario «lo que hizo Platón [...] fue racionalizar y perfeccionar unas instituciones que habían surgido como modelo ideal mucho tiempo antes, con la fundación de la ciudad antigua» (Mumford, 1966:35).


El mundo inmutable de las cosas


«Hay que destacar otro atributo de la utopía de Platón, no sólo porque fue transmitido a utopías posteriores, sino porque ahora amenaza con llevar a cabo la consumación final de nuestra pretendidamente dinámica sociedad. Para realizar su ideal, Platón hace su República inmune al cambio; una vez constituida, el modelo de orden permanece estático, como en las sociedades de insectos, con las cuales guarda una estrecha semejanza. [...] Desde su mismo comienzo aflige a todas las utopías una especie de rigidez mecánica» (Mumford, 1966:35). Recaemos, en definitiva, en la misma tesis I ya señalada por Verdaguer. Lo importante aquí no es tanto la apariencia `estática' sino la ausencia de temas sobre los que decidir entre alternativas diversas: la negación, de hecho, de la diversidad en tanto pluralidad de formas de ser y estar vivo. Como advierte Mumford (1966:36) «una sociedad como la nuestra, comprometida con el cambio como su principal valor ideal, puede sufrir una interrupción y una fijación a través de su inexorable dinamismo y su caleidoscópica innovación, en grado no menor de lo que lo hace una sociedad tradicional a través de su rigidez».

Aquí es necesario precisar el alcance de esa noción de inmutabilidad. Pues cualquier cultura humana, como organización biológica, tiene una tendencia espontánea a comportarse homeostáticamente y a conservarse y reproducirse en el tiempo. Es obvio que cualquier organización viviente desde su génesis ha de desarrollarse en un proceso epigenético (que usualmente incluye eventos de crecimiento y progreso hacia una identidad). Pero igualmente obvio (al menos si se reflexiona un momento sobre ello) es que el desarrollo epigenético ha de alcanzar un fin (lo contrario sería patológico: baste con pensar en un mamífero que permaneciera para siempre en la adolescencia, creciendo indefinidamente). En ese final se alcanza una identidad autónoma cuya conservación pasa a ser un objetivo principal de su deriva histórica. Esta identidad, sin embargo, no es inmutabilidad, los ejemplos son inumerables: renovamos nuestras células pero seguimos reconociéndonos sin dificultad en nuestra mismidad; pues ésta no está en nuestros componentes materiales sino en los eventos que los relacionan en el presente, en los que nuestra biografía -nuestra contingencia histórica- está presente. El santuario sintoista de Ise en Japón se conserva `igual' que el primer día porque sus edificios de madera se reconstruyen completamente cada 20 años, con nuevos cipreses.

La naturaleza contingente de la identidad de una organización viviente a lo largo del tiempo es obvia pero a menudo resulta transparente e invisible, hasta el punto de que es extremadamente fácil (y frecuente) atribuirla a la realidad material de los componentes de la organización. No es ocioso, en consecuencia, insistir en su descripción: de hecho, el problema de la identidad no es sólo crucial en biología, también en el mundo -popularmente menos incierto- de la física. Así, la novedad radical de la mecánica cuántica está en defender la carencia de individualidad de las partículas elementales, descrita en forma más positiva como «perfecta igualdad y completa indistinguibilidad» de las partículas de una misma especie (cf. Pesic, 2003). Las partículas elementales que en este instante me forman o constituyen podrían haberse organizado en exactamente la misma manera en el pasado (o hacerlo en el futuro), y sin embargo ni antes ni después serían yo. Mi propia individualidad es un evento presente en un proceso temporal con un principio preciso y un fin seguro (la muerte).

Asi que, como conclusión, la inmutabilidad o estatismo que Mumford subraya es específicamente el que pretende conservar las ideas, las razones, las cosas (lo ajeno, lo heterónomo); algo que, de hecho, puede resultar conflictivo con la conservación de una identidad autónoma (el mundo de los eventos y las emociones al que se refiere Maturana, 1993). Podríamos describirlo como un pensamiento mecánico «operando con su propio aparato conceptual y en su propio y autorrestringido campo [que] es, en verdad, un instrumento coercitivo: un arrogante fragmento de la personalidad humana total, dispuesto a rehacer el mundo en sus propios términos, excesivamente simplificados, rechazando voluntariosamente intereses y valores incompatibles con sus propias asunciones y, consecuentemente, privándose a sí misma de todas las funciones cooperativas y generativas de la vida -sentimiento, emoción, exuberancia, espíritu de juego, libre fantasía-, en suma, las fuerzas liberadoras, dotadas de una creatividad impredecible e incontrolable» (Mumford, 1966:39).
Puedo ahora intentar sintetizar la tesis central de Mumford, a saber:
Tesis III. Es justamente el principio de la civilización urbana donde se encuentra la forma arquetípica de la ciudad como utopía y de otra institución utópica (que hace posible esa `ciudad' y todo sistema de régimen comunal), la `máquina'.
«En aquella arcaica constelación se hace patente por primera vez la noción de un mundo que se halla bajo un control científico y tecnológico total -lo cual constituye la fantasía dominante en nuestra época-.» (Mumford, 1966:41).

Como el propio Mumford (1966:52) señaló, quizás sea en la utopía de la Nueva Atlántida de Francis Bacon en donde con gran agudeza se perfilan las condiciones para la realización de la ciudad-utopía, resumidas en la violación sistemática de la ramera Naturaleza, para la consecución de todas las cosas posibles.

La `ciudad' a la que se refiere Mumford tiene una naturaleza histórica que es fundamental no olvidar. Se trata de la ciudad creada por el rey (Menes, Minos, Teseo) actuando en nombre de un dios. Es la coalición entre el poderío militar y el mito religioso la que convierte al cazador-jefe -o al pastor-patriarca al que se refiere Maturana (1993)- en rey, estableciendo una forma de gobierno y un estilo de vida radicalmente distintos de los de la comunidad aldeana protohistórica. El rey se convierte en la encarnación divina del poder colectivo y de la responsabilidad comunal, arrasando con prácticamente todas las formas de poder y decisión autónoma, salvo algunas salvaguardadas en la crianza (y que, desde allí, se afanan por permanecer en otras esferas, cf. Maturana & Verden-Zöller, 1993). La orientación cósmica, las pretensiones mítico-religiosas, la prioridad regia sobre los poderes y las funciones de la comunidad son las que transformaron la simple aldea o la villa en una ciudad: algo que no es ``de este mundo'', la morada de un dios. «Muchos de los componentes de la ciudad -casas, santuarios, almacenes, acequias, sistemas de riego- existían ya en comunidades más pequeñas. Pero aunque estos servicios constituyesen un antecedente necesario de la ciudad, la ciudad misma fue transformada como por encanto en una forma ideal -un destello del orden eterno, un cielo visible en la tierra, un escenario de la abundancia de la vida-, en otras palabras, la utopía» (Mumford, 1966:43).

La cuestión del tamaño es, creo, esencial, tanto en la genésis como en la deriva histórica ulterior de la utopía. En esencia, allí donde las aldeas paleolíticas se dividen para hacer frente a un crecimiento demográfico indeseado, la ciudad-máquina glorifica (impulsándolo) el crecimiento demográfico ``a mayor gloria del rey'': la ciudad-máquina quiere ser metrópolis, como ocurre en la conurbación contemporánea (Mumford, 1966; Maturana, 1993; Vázquez, 2003). Puede entenderse entonces como la ilusión de la conquista de otros planetas tenga que ser mantenida mediante un presupuesto multimillonario, pues es uno de los lubricantes esenciales de la máquina social ilusionada (junto a los no menos importantes de la victoria sobre la muerte individual o el control total sobre la genésis de la vida[5]).


El malestar de nuestra cultura


Mantener la tesis III requiere explicar de qué forma pudo organizarse esa ciudad utópica histórica y de qué forma se vino abajo, haciendo emerger el pensamiento y la literatura utópica, en forma de intentos teóricos y prácticos de reconstruir aquella ciudad primordial (aunque para sus autores se tratará siempre, no de refundar el pasado, sino de fundar un nuevo futuro).

La institución que explica el surgimiento de la ciudad del rey no es otra que la máquina colectiva humana: el rey concentraba energía en grandes formaciones de personas humanas. La división de las tareas, la especialización en el trabajo, el sometimiento a una jerarquía heterónoma («a las que Adam Smith atribuye el éxito de la llamada revolución industrial», Mumford, 1966:46) explican el despliegue de Mesopotamia, Egipto, ... Su potencia ha quedado bien expresada en muchos de sus `productos', que todavía podemos contemplar (la pirámide de Giza es el ejemplo tópico). Otras máquinas no humanas vinieron a sumarse a ese máquina primordial. El precio a pagar por el disfrute de esa concentración de potencia y fuerza ha sido, generalmente, el mismo: la disminución radical de la autonomía humana. «Este sistema de poder se mantenía en funcionamiento más por medio de amenazas y castigos que mediante premios. No sin razón la autoridad del rey estaba representada por un cetro, pues éste era tan sólo un cortés substituto de la maza, esa temible arma con la que el rey podía matar, de un solo golpe en la cabeza, a todo el que se opusiese a su voluntad [...] En la paleta de Narmer, el rey sostiene en la mano una maza por encima de la cabeza de un cautivo y, bajo la forma de un toro, destruye una ciudad. El precio de la utopía -si leo correctamente el documento- era: sumisión total a la autoridad central, trabajos forzados, especialización de por vida, regimentación inflexible, comunicación en una sola dirección y disposición para la guerra. En resumen, una comunidad de hombres aterrorizados, galvanizados por una obediencia propia de cadáveres, con la constante ayuda de la maza, del látigo y de la porra. ¡Verdaderamente, una comunidad política ideal!» (Mumford, 1966:47).

La ambición colectiva, el deseo de más poder, que emergió con la máquina colectiva humana es responsable, de formas diversas, de su propia destrucción periódica. Hay algunos patrones que podemos identificar con claridad, actuando aislados o unidos, según las ocasiones. La guerra y el asesinato (el matar a una animal que no va a servir de alimento, cf. Maturana, 1993) quedan paradigmáticamente representados por la bomba atómica (resultado de la unión de la omnipotencia y la omnisciencia, cf. Mumford, 1966:52). El crecimiento indefinido (hasta alcanzar el tamaño insuperable en que una organización colapsa bajo `su propio peso', cf. Vázquez, 2003) está simbolizado hoy en el progreso (ya se defina como `crecimiento económico' o `desarrollo sostenible'), y es imprescindible para que la máquina colectiva pueda sentirse `segura' frente a otras.[6] Ninguno de esos patrones está en la naturaleza genética humana, como se deduce de una observación atenta de las culturas paleolíticas (pasadas y presentes) o de otras especies mamíferas. Son patrones de una cultura determinada.

Además, la antigua vida cooperativa de la aldea encontró algún refugio dentro de la ciudad-máquina y de forma perseverante la familia, el vecindario, el taller, el gremio, la plaza del mercado[7] han reclamado para sí alguna parcela del poder del rey, en una lucha sorda y constante por la democracia (cf. Mumford, 1966; Maturana, 1993). Quizás afortunadamente, el resquicio de la vida cooperativa, de la emoción del amor, nos mantienen en una cierta tensión esquizofrénica (de diversa intensidad) entre dos polos antagónicos, creando un malestar que el despliegue actual de lo que Mumford denomina «Maquina Invisible» no acierta a eliminar por completo.
«Hasta la pasada generación, los diversos componentes de la tecnología podían ser considerados como un aditivo. Esto significaba que cada nueva invención mecánica, cada nuevo descubrimiento científico, cada nueva aplicación a la ingeniería, a la agricultura o a la medicina podían ser juzgados separadamente, en su actuación propia, estimados a la larga en términos de bien humano realizado y reducidos o eliminados si no fomentaban, de hecho, el bienestar humano.»
«Ahora se ha demostrado que esta creencia era una ilusión. Aunque cada invención o descubrimiento nuevos pueden responder a alguna necesidad humana general, o despierten incluso alguna potencialidad humana nueva, inmediatamente se convierten en parte de un articulado sistema totalitario que, por sus propias premisas, ha hecho de la máquina un dios cuyo poder hay que acrecentar, cuya prosperidad resulta esencial para toda existencia y cuyas operaciones por irracionales o compulsivas que sean, no pueden ser desafiadas y, menos aún, modificadas.»
Los ejemplos al respecto son innumerables. Baste señalar que escribo esto con el peor teclado posible, el denominado QWERTY, diseñado en el siglo XIX no para que las personas pudieran mecanografíar cómodamente, sino para que las antiguas máquinas de martillos pudieran funcionar; ningún intento de cambiarlo ha tenido éxito (cf. David, 2002; el caso de Windows, probablemente el peor sistema operativo jamás ideado, es similar). Puesto que la deriva tecnológica esta al servicio del `bienestar' de la Máquina Invisible, el malestar humano no sólo disminuye, va en aumento. Ese mismo malestar se va extendiendo al resto de la naturaleza de la que formamos parte, resultando que el desarrollo económico y el progreso van en paralelo con el deterioro ecológico (Naredo & Valero, 1999).


Una regla práctica


Desde mi perspectiva, no tiene objeto responder a nuestro actual malestar con nuevas formulaciones utópicas. En esa forma de pensar, el bienestar de la Máquina Invisible, para conservar su invisibilidad, se disfraza sistemáticamente de bienestar humano futuro. Así que sí es posible formular una regla práctica de reconocimiento de las utopías negativas (distopías): su patrón es siempre una condicional de la forma «si ..., entonces en el futuro...», en la que la condición se rellena con nuestro sacrificio y la principal con nuestro bienestar. Pero el bienestar futuro nunca llegará. La regla puede parecer poca cosa pero, puesto que desde una perspectiva radicalmente científica (sin sus habituales hábitos religiosos), no podemos demostrar más que negaciones o imposibilidades (Vázquez, 2003a), al menos con esta simple regla podemos intentar evitar caer en las múltiples trampas que están tendidas.

Creo que, a pesar de su obviedad, no es una regla inútil, pues aplicada con el bienestar colectivo en mente y con nuestro actual (y pasado) conocimiento de los límites físicos de la naturaleza a la que pertenecemos, nos hubiera puesto a salvo de muchas de nuestras actuales pesadillas. El automóvil privado es quizá el paradigma más a mano: la mayoría de sus usuarios, si dedicarán a andar todo el tiempo que han de sacrificar para disfrutarlo, llegarían a los mismo lugares al mismo tiempo (incluso antes, cf. Estevan & Sanz, 1996), y en una ciudad con muchos menos automóviles y mayor bienestar. Sobre la posibilidad de mejorar mediante la ingeniería genética nuestra especie u otras, la regla, en cierto sentido, ya fue aplicada por Maynard (1966), aunque de momento la Maquina Invisible va ganando la partida.
Mirando en retrospectiva al siglo XX, formulaciones como la de una tecnología apropiada de Schumacher o la de la convivencialidad de Ivan Illich, salen con bien de la criba que resulta de aplicar mi regla. Y lo hacen porque sugieren como gatillar un proceso, sin pretender construir un lugar.
Mumford señala como Thomas Moro acuña `utopía' como un juego de palabras entre `outopía' (ningún lugar) y `eutopía' (el buen lugar). Pero quizás no es el lugar lo que debe merecer nuestra atención, sino el tiempo. Quizás sea útil una nueva definición para una nueva palabra, aún por acuñar con el significado de `el buen momento': «Plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que se realiza en el momento de su formulación».


Referencias bibliográficas


Calvino, Italo (1972) Le città invisibili. Torino: Giulio Eiunaudi editore.
Conrad, Joseph (1902) Heart of Darkness. London: Penguin Classics, 1985.
David, Paul (2002) «Cleo y la economía del teclado QWERTY», Boletín CF+S, nº 21, http://habitat.aq.upm.es/boletin/n21.
Estevan, Antonio y Alfonso Sanz (1996) Hacia la reconversión ecológica del transporte en España. Madrid: Los libros de la catarata, 1996.
Kateb, George (1966) «La utopía y la buena vida.», en Manuel (1966:291-311).
Manuel, Frank E. (ed) (1966) Utopias and Utopian Thought. Boston: Houghton Mifflin Co. Se cita la tr. castellana: Utopías y Pensamiento Utópico. Madrid: Espasa Calpe, 1982.
Margalef, Ramón (1980) La biosfera, entre la termodinámica y el juego. Barcelona: Ediciones Omega.
Margulis, Lynn y Dorion Sagan (1995) What is Life? New York: Nevraumont (se cita la tr. castellana de Ambrosio García, ¿Qué es la vida? Barcelona: Tusquets, 1996).
Maturana Romesín, Humberto (1993) «Conversaciones matrízticas y patriarcales», en Maturana & Verden-Zöller (1993:27-108).
Maturana Romesín, Humberto; & Gerda Verden-Zöller (1993) Amor y juego. Fundamentos olvidados de lo Humano. Santiago de Chile: J.C.Sáez Editor, 2003, 6ª ed.
Maynard Smith, John (1966) «Eugenesia y utopía», en Manuel (1966:194-214).
Mumford, Lewis (1966) «La utopía, la ciudad y la máquina», en Manuel (1966:31-54).
Naredo, José Manuel (1987) La economía en evolución. Madrid: Siglo XXI (2ª ed. de 1996).
Naredo, José Manuel y Antonio Valero (directores) (1999) Desarrollo económico y deterioro ecológico. Madrid: Fundación Argentaria /Visor Distribuciones.
Pesic, Peter (2003) «Identidad cuántica», Investigación y ciencia, nº 324, pp. 78-83.
Vázquez Espí, Mariano (2003) «La ciudad acaparadora II», Boletín CF+S, nº 22, http://habitat.aq.upm.es/boletin/n22.
Vázquez Espí, Mariano (2003a) «La ocultación de la mentira», Boletín CF+S, nº 23, http://habitat.aq.upm.es/boletin/n23.
Verdaguer Viana-Cárdenas, Carlos (2003) «Por un urbanismo de los ciudadanos», Boletín CF+S, nº 23, http://habitat.aq.upm.es/boletin/n23.


Notas

[1]: No conozco mejor poema que refleje mejor la situación que la última respuesta de Marco Polo al Gran Khan: «L'inferno dei viventi non è qualcosa che sarà; se ce n'è uno, è quello che è già qui, l'inferno che abitiamo tutti i giorni, che formiamo stando insieme. Due modi ci sono per non soffrirne. Il primo riesce facile a molti: accettare l'inferno e diventarne parte fino al punto di no vederlo piú. Il secondo è rischioso ed esige attenzione e apprendimento continui: so ed esige attenzione e apprendimento continui: cercare e saper riconoscere chi e cosa, in mezzo all'inferno, non è inferno, e farlo durare, e dargli spazio» (Calvino, 1972:170).
[2]: La idea de que el juego es una de las claves explicativas del devenir biológico no es, desde luego, nueva. De entre las personas que la han explorado con rigor y detalle cabe destacar a Ramón Margalef (1980) y a Humberto Maturana (véase Maturana & Verden-Zöller, 1993; para una bibliografía preliminar véase también Kateb, 1966). Con el juego quiero evocar aquí ese hacer despreocupado y sin propósito que cualquiera ha experimentado alguna vez, un hacer centrado en el presente; los ensayos de Maturana y Verden-Zöller en la obra citada contienen definiciones más precisas. (Es digno de mención el hecho de que me topara con este libro hace unos días en el aeropuerto de Santiago de Chile, regresando a Madrid, cuando esta parte del texto ya estaba redactada. Me sorprendió encontrar ya escritos y aclarados algunos de mis propios devaneos mentales. No se trata de compararme con Humberto o Gerda -aunque, ¿por qué no?-, más bien de subrayar como desde puntos de partida en principio alejados -la biología o la ingeniería-, la exploración científica nos ha conducido a conclusiones parejas.).
[3]: Ejemplificada para Mumford por las últimas comunidades neolíticas justamente anteriores al establecimiento de las primeras ciudades, organizadas por las primeras monarquías absolutas, cf. Mumford (1966:42-43). En este punto, Maturana (1993) va más allá, retrotrayendo esa `edad de oro' hasta el paleolítico anterior al pastoreo y al surgimiento del patriarcado. (En conexión con esto último, aprovecho para dejar nota de un dato historiográfico digno de una investigación ulterior -para la que no tengo tiempo ahora-: hasta donde sé, sin excepción, las personas que han escrito utopías son varones.) .
[4]: «Para garantizar la sumisión, los guardianes no vacilaban en alimentar de mentiras a la comunidad: constituyen, de hecho, una arquetípica Agencia Central de Inteligencia dentro de un Pentágono platónico» (Mumford, 1966:34).
[5]: Que se trata de una ilusión se demuestra mediante cálculos aritméticos razonablemente sencillos de los costes energéticos asociados a las utopías de la ciencia-ficción. Incluso en sus versiones más razonables, la `conquista del espacio' queda reducida a la inseminación artificial de la vida en otros planetas, aunque no se trataría de inseminar vida humana, sino unas pocas arqueobacterias capaces de reproducir una deriva genética análoga a la acaecida en la Tierra, véase por ejemplo Margulis & Sagan (1995).
[6]: Desembarazarse de la idea de que el desarrollo indefinido es un bien-en-sí resulta muy difícil. Recientemente, en un encuentro en la Facultad de Arquitectura de Osorno (Chile), una alumna preguntó: «pero, entonces, una vez alcanzado el desarrollo, si ya no hay progreso, ¿que hay?», revelando la angustia que surge en una cultura dirigida hacia el futuro cuando ha de enfrentarse a la acción en el presente.
[7]: Como ha mostrado de forma solvente Naredo (1987), lo que hoy se denomina economía de mercado oculta en realidad un marco institucional en el que el poder económico está repartido de antemano, y en el que agentes de desigual `peso' no pueden competir de ninguna forma.
* Arquitecto. Profesor Titular del Departamento de Estructuras de la Edificación de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid.

SONDOR LODGE

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